martes, 16 de diciembre de 2008

El tío más feliz del mundo

A mi, es que me sienta bien el frío en las mejillas. Yo salgo una tarde-noche a la calle, en invierno y, por algún motivo, mi habitual caminar impostado, por pensado, se convierte en recio y mecánico. Quizá se deba a la sensación que siente uno al aceptar un desafío, como un efecto secundario de esa satisfacción. Ya sé que desafiar a un frío moderado, bien abrigado, no tiene mucho mérito. Pero la verdad es que, como nunca he aceptado y consumado ningún desafío digno de mención, intuyo que lo acepto como tal, y de ahí esa sensación. Si estoy en lo cierto, debe de estar bien eso de los desafíos, sobre todo si uno mismo se los propone. Yo una vez estuve casi, casi a punto de llevar a cabo uno considerable:

Era sábado y deprimente, lo percibieras o no. Ya en la cama, ni siquiera la llamada de quien, seguramente, sentía remordimientos por beber solo, pudo interrumpir en lo más mínimo el estado físico-psíquico en el que me hallaba inmerso (o a lo mejor había emergido de mi habitual... bueno, no es el caso). La cosa es que ya estaba llegando a ese punto, ya saben, a ese punto en el que nos atreveríamos a pensar que estamos a punto de levitar, si no fuera por la cierta posibilidad de que alguien nos estuviera leyendo la mente en ese momento, cuando decidí hacerme una proposición, un desafío personal: a partir del día siguiente sería el tío más feliz del mundo.

Aún no había recorrido el camino que me separaba del baño, a la mañana siguiente, cuando me conciencié de la magnitud de mi reto. No debía ser nada fácil eso de ser el tío más feliz del mundo. Había oído alardear en alguna ocasión, a un par de seres, haber conseguido semejante gesta, pero cerveza con champions o play station no eran compatibles con el romanticismo de mis pretensiones.

Me disponía a prepararme el desayuno, cuando caí en la cuenta de que la supervivencia, por arrastre, de algunos granos mentales provenientes de mi más profunda etapa de adolescente anti-superficial, podría jugar un papel importante en el desenlace de aquel nudo sin planteamiento. Sin duda, aquello influyó en el hecho gandhiano de que decidiese suprimir el desayuno, por no procedente y poco estético. Me dirigí al salón y, una vez allí, a su ventana (que también es mía), sin hacer parada ni nada por el camino. Hacía sol, como todos los domingos, y pensé en abrir la ventana para impregnarme un poquito de energía renovable (tomen buena nota los gobiernos del mundo). Ésta habría sido una buena forma de prepararme para mi propósito, pero las imprudencias se pagan: la primera narizada de aire que tomé, ya de par en par ventana, venía acompañada de tal intenso olor a bechamel de croquetas, que por un instante creí ver taquitos de jamón y de pollo flotando desde la cocina del piso de enfrente. Estaba preparado para un señor con bigote paseando al caniche, para un niño rellenito pegando pelotazos en la puerta del garaje, e incluso para el olor a pachuli de una señora vestida de domingo camino de, pero no estaba preparado para las croquetas caseras. Semejante impacto me produjo una confusión inmediata. El hecho impepinable de asociar las croquetas caseras con una familia, más bien, numerosa, planteaba distintas cuestiones sobre la ansiada felicidad: ¿Podría ser el tío más feliz del mundo en solitario? ¿Y acompañado? ¿Por qué? ¿Le pregunto al alma o al mono? ¿Existe el alma o es broma? ¿Existe el mono, o la tía de la niebla se pasó la vida tallando en cartón-piedra? ¿Por qué no se me va el michelín este de abajo?

Tan feo estaba el panorama que decidí cerrar la ventana, retirar la mesa y las sillas hacia la pared, y echarme al suelo para girar sobre mi mismo cual rodillo amasador, con la intención de que ello me permitiera dejar de pensar por un momento. Instantes después, ya con la mente en blanco, me interrumpió el, tan familiar, sonido del timbre (cosa que he de agradecer a los carteros comerciales).

- ¿Sí?

- ¿Eres tú?

- Supongo.

- ¿Puedo subir?

- Te abro.

Medio minuto después había una chica preciosa y con ojos tremendamente despiertos, sonriéndome en la puerta.

- Hola. Yo te quiero, tú me quieres y tengo un piso pagado en Galapagar. Vamos. No necesitas coger nada, ya eres el tío más feliz del mundo.

Y esa es mi historia. Bueno, no, pero es cuestión de tiempo. Sólo me queda sentarme a esperar. ¿Que te quieres tú sentar también? Vale, pero échate pallá; no quiero que me estropees mi futuro.