domingo, 30 de noviembre de 2008

Coste de oportunidad

Pulso la tecla “play” del mando, y no ocurre nada. Bueno, quizás es que no he apuntado bien a la lucecita roja. Lo intento de nuevo. Plic. Nada. Mierda. Lo intento una tercera vez, una cuarta y hasta una quinta, sin éxito. ¿Las pilas? Imposible, las cambié hace menos de un mes, y son alcalinas. De todas formas, por si acaso, quito la tapa trasera del mando, las saco, las giro ante mis ojos, como esperando que la fuerza de mi mirada obre el milagro, y las vuelvo a poner en su sitio. Clac, y de nuevo plic. Absoluto fracaso. Empiezo a pensar seriamente que el mando se ha jodido. A si que es el momento de valorar mis opciones:

a) Levantarme del sofá, en el cual estoy cómodamente tirado, ponerme las zapatillas, que hace frío para andar descalzo, recorrer los 3 metros que me separan del equipo de música y pulsar el botón de reproducción con la esperanza de que el cedé que quiero escuchar comience a sonar, reconocer la valía de tamaño éxito, volver al sofá y recuperar la postura abandonada.
b) Abandonar toda esperanza de alcanzar en la vida los objetivos marcados, asumir una existencia de humillación constante, aceptar que esfuerzo y perseverancia son palabras inventadas por un puñado de masones para hundirnos en la miseria y evitar todo atisbo de lucha una vez aceptada la derrota y, finalmente, caer presa de ese sopor (que no sueño) que acabará dejándome más cansado de lo que estaba antes de adoptar la comentada postura sofaril.

Ante semejante dilema, de tal magnitud que ríase usted de los planteamientos presocráticos, decido tirar por la calle de en medio, a pesar de que está en obras desde hace meses y sólo tiene aparcamientos de zona azul. Nunca fui persona de extremos, y los domingos por la tarde, muchísimo menos.

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