domingo, 16 de noviembre de 2008

Una mañana cualquiera

Desperté con la boca seca, olor a tabaco y alcohol y unas punzadas en la cabeza, prometí que nunca más. Salté de la cama, como pude, comí los restos de comida del día anterior y dirigí mis pasos hacia la bañera. El agua recorría mi cuerpo, el olor a juerga se iba por el desagüe, era incapaz de salir. Gasté demasiada agua, no pude hacer otra cosa.

Me tumbé en la cama, de nuevo, y recordé la noche anterior…aún me sentía cansado, expuesto a cualquier ruido, a cualquier recuerdo que machacaba mi cerebro. Necesitaba dormir. Cerraba los ojos y tu imagen aparecía una y otra vez, constante, dañina. ¿Dónde estás? ¿Qué hago contigo? ¿Por qué ahora?...

Llaman a la puerta. Mi perro ladra a los desconocidos, pero esta vez no lo hizo. Eras tú, no podría ser otra persona. Dejé sonar el timbre hasta que escuché tu voz. Lánguidamente fui a abrir y ahí estabas, sóla, con los ojos negros más bonitos que he conocido en mi vida, negros por fuera y negros por dentro.

Sin mediar palabra te dirigiste a mi habitación, tu cuerpo se derrumbó en mi cama y empezaste a llorar. ¿Qué pasó anoche? ¿Por qué hueles a frambuesa y nublas mis sentidos?. Cerré los ojos a tu lado, en silencio, con mimo. Al despertar ya no estabas, tu cuerpo se había ido y sólo me dejaste ese maldito olor a frambuesa…ese olor que inunda mi cama y mi mente.

Ayer recordé que te busqué, necesitaba de ti, pero no estabas. Ayer fue mi fin, me quedé atrapado.

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